El transitar en la escalera

No recuerdo la primera vez que por fin me miré con cariño y acepté que no tenía nada que demostrar, nada a lo que aferrarme y nadie a quien seguir, y sonreí aliviado. No recuerdo el día ni qué estaba haciendo, pero sí cada palabra que me juré.

Me parecía curioso.

Todos evocamos con relativa facilidad, entre angustia y temblores, la primera vez que descubrimos lo insignificantes que somos: no somos nada, nuestras ideas y logros son desdeñables, muy probablemente abandonaremos este mundo sin decir adiós, y todo cuanto dejaremos, sea material o suspiros en la memoria, estaba condenado a desaparecer. Qué cosas, pues parece que todos recordamos la situación, el lugar, el día, la hora, el entorno y la acción cuando, inevitablemente, escuchamos por primera vez el segundero de nuestro corazón.

Qué sensación tan desagradable e inesperada, un calambre involuntario en las entrañas.

Un escalofrío ilusorio que parece ralentizar el tiempo solo para empezar a prestar más atención a su avance.

Y cuando se recupera el aliento, el aire ya no sabe igual. Cada bocanada se torna más amarga, necesaria y traicionera.

Llegaba la letra pequeña, el condicionante del todo y la condena de la nada: desapareceremos.

Sufrí durante años aquel intrusismo masivo de motivos vacíos e ideas quebradas hasta que, sin saber cuándo ni cómo, empecé a aceptar lo inevitable.

Y olvidé la tortura.

La olvidé hasta que, en algún lugar, en alguna ocasión, entendí el consuelo que era el fin del todo.

Lo sentí en mis carnes, sosegado y con un escalofrío placentero, una sensación de liberación absoluta y una risa nerviosa entre lágrimas, abrazándome por entender lo absurdo de mis miedos más humanos.

Y juré y perjuré:

No vivo por nadie ni para nadie. Ninguno lo hacemos, ninguno lo haremos.

El sentido más racional de todo cuanto creemos es tan cierto e intangible como cualquier otro sentido irracional.

Y en eso radica mi libertad. Y en mi libertad decido todo cuanto quiero ser. Y decido por mi instinto, voluntad y ética. Mi subjetividad trasciende a la objetividad de mi entorno y viceversa. No soy ni objetivo ni subjetivo, jamás lo seré. Nadie a quien justificar ni justifique, nadie a quien explicar ni explique, y nadie a quien entender ni entienda. Mis acciones han sido, son y serán causantes y desencadenantes en función de todo cuanto soy, todo cuanto conozco y la nada de todo lo demás.

Y eso me salvó del vértigo que sentía con todas sus contradicciones, que las tenía. Trataba de no discutir a menudo sobre la eterna incoherencia. Saber que mis latidos, suspiros, emociones y sensaciones eran ilusiones transitorias, pero válidas de alguna forma; que todo valor y significado era relativo y que la falta de sentido era el único motivo para ser feliz.

¿Pero es motivo suficiente? Porque bien podría centrar la razón del todo en mí, en mi placer más inmediato, en lo concupiscible del todo hasta que llegase la nada.

¿Sería entonces motivo acertado?

No, sería reacción.

Había algo más, lo inexplicable de la vacilación.

¿Pero vacilación por mí o por lo demás? Lo demás era, es o será la nada tarde o temprano.

¿Era entonces por mí? No, porque yo también soy lo demás y, por ende, nada.

¿Qué era, pues?

Y me di cuenta de que apelaba a la consecuencia y la solidaridad.

No era la consecuencia del posible arrepentimiento, sino aquella consecuencia que desencadenaría una situación mejor.

Entonces sí que encontraba un sentido en el sinsentido. Un sentido, además, que requería conocer mis intenciones, mi noción de la ética, mi reflexión de lo bueno y lo malo.  Y dicha consecuencia me exigía, además, inclinar todo este disparate hacia lo que entendía con descarada subjetividad como lo correcto.

Tenía que vivir con la idea de un caos organizado por buenas acciones.

Claro, entraba entonces la eterna contradicción. ¿Era este equilibrio mi egoísmo? ¿Mi alivio era conmigo mismo?

Y me sorprendí al descubrir que no era así. Porque no era así.

Claro, ¡claro que me remito al sinsentido y me aferro a él como nunca para decir que no era así!

Mis motivos, mis razones, mis decisiones, mi paz y todo lo que me rodea no son la prudencia ni la virtud absoluta, ni mía ni de nadie; son todos mis atributos, ni buenos ni malos porque es una delgada línea aquella que delimita la moral y lo aceptable en ciertos contextos, pero, ante todo, mis atributos con sus millones de connotaciones positivas y negativas.

Mi alivio es entender que todo es incomprensible. Mi alivio es transitar, es pertenecer a ese todo y a esa nada, concreta y abstracta, y aprender a ser consecuente con todo lo demás, con cada incongruencia cotidiana, comprensible a la escala de mi consciencia, inexplicable a cualquier otra escala universal.

Mi alivio y felicidad eran la solidaridad y la amabilidad en medio de todo el caos.

Además, había otra cosa: la incertidumbre del todo, la intriga de la nada y el misterio del día a día.

Las expectativas son infinitamente menos costosas que la lógica. Si tienes un destino poco nítido, más pintorescas las expectativas, y eso crea esculturas de humo de lo más peculiares y espectaculares de un intenso atractivo irresistible. Romantizarlo todo, ¿por qué no? Es puro combustible para el paso a paso y el día a día. Nadie podía negarme que el enigma del qué pasará era único. El futuro y la decisión, ¡a saber! ¡Un “sí”, un “no”! ¿No resulta acaso emocionante que dos letras, una sola sílaba, el gesto, hasta la pasión con la que se empuja el aire por la laringe, sea esencial y contundente en la ola de acontecimientos posterior?

¡Y eso sin contar la pragmática!

Me parecía mágico y sobrecogedor que en este caos de casualidades con causa y consecuencia todavía existieran incógnitas inimaginables. Aunque a menor escala, ese misterio acomodaba los cimientos de mi sosiego. ¿Qué voy a hacerle? Soy humano, al fin y al cabo.

Y, por supuesto, nada interfería con mis emociones más humanas. La ira, la alegría, la tristeza, la nostalgia, el miedo. Todas ellas vivían conmigo. Todas.

El odio, la rabia, la inseguridad. Sí, también me acompañan como a todo el mundo.

Interferían con mi estabilidad, no por lo externo ni por lo personal, sino porque solían ponerme en jaque.

Trataba de hacerme entender las mismas paradojas: odiaba el narcisismo, que no el ego ante el espejo, sino el narcisismo que tanto se cierne, que nos tatuaron al nacer, el narcisismo que nos hacen creer que es inherente a la realidad, y nos separa y desorganiza. No es que predique el vive y deja vivir, no del todo, pero creo en el derecho de interpretar y lidiar individual y personalmente con el inevitable vacío.

Y el narcisismo ha jugado un papel importante en eso. Nos ha hecho, bueno, eso: narcisistas.

Pero yo no tengo ninguna razón absoluta. Al fin y al cabo, el ego me gusta.

Aunque el narcisismo…

Lo odiaba con todas mis ganas, pero tenía que ser justo; no todo el mundo sigue una misma línea de pensamiento, ni todos hemos partido de una misma base, ni todos llegaremos a la misma conclusión, aunque si algo tenía claro era que se había convertido en un comportamiento muy extendido.

Y que yo también soy ego y narcisismo, me guste o no.

¿En qué momento se ha banalizado el privilegio de existir? Y no me refiero a nacer: adquirir conciencia lo hace cualquiera y de casualidad.

Miraba a mi alrededor y poco importaba la perspectiva, solo encontraba personas de actitud inhumana que subían con prisas unos peldaños inexistentes; una ilusión de escalera que siempre les situaban entre la comodidad y frivolidad de saber que había alguien por debajo de ellos, y la presión por seguir la estela de quien estuviese por encima. Una estructura hecha de porcelana: frágil a la par que atractiva.

Siempre, en mayor o menor medida, la escalera estaba presente.

Estaban incluso aquellos que aseguraban no participar en ella, tenerla superada, cuando en realidad se trataba de una artimaña condescendiente para adelantarse unos cuantos escalones y mirar por encima del hombro.

Y llegaba el mismo pensamiento de siempre: ¿Era partícipe? ¿O había creado, inconsecuente de mí, una escalera diferente de superioridad moral por creer verme alejado de aquel juego macabro?

Otra vez el mismo círculo vicioso de siempre, esa asquerosa rueda capitalista y moral que insiste en aferrarse a nosotros.

No tenía sentido, nada lo tenía. Es absurdo, siempre lo será.

Lo era porque vivimos para dejar una huella que desaparecerá. Insistimos en que se nos recuerde y nos aferramos a la silueta que dejaremos.

¿Por qué tanto empeño en convertirnos en la sombra de lo que fuimos, somos y seremos?  Estaba harto. Harto de conversaciones sobre la incertidumbre del después y lo banal del ahora.

Creo que el sentido que insistimos en darle a la vida es presumir de quién lleva mejor el caos de la sopa cósmica según unas normas que hemos aprendido con el paso del tiempo, que han sido acordadas hace siglos y modificadas con las décadas, y así hasta que morimos. A eso se reduce porque es lo que se supone que se espera de todos nosotros, una carrera por ver quién hace antes la declaración de la renta o acumula más números en una pantalla a su nombre.

¡Eh, miradme, tengo ganas de seguir trabajando para demostrar que tengo un perfil tenaz y decidido! ¡Dependo de mi fuente de ingresos y me encanta!

Lo odiaba, ¡lo odiaba! ¡Vete a la mierda!

Estás más cerca de la mitad de tu esperanza de vida que de cualquier otra cosa que puedas imaginar porque, en fin, es tu esperanza de vida.  Todos somos prescindibles y omisibles en mayor o menor medida. Una vez eres olvidado en vida, temes por el vacío de la muerte.

Y ese temor es infundado, pero válido. Ese temor va ligado al ego. Y es complicado.

En un mundo donde no puedes despistarte para evocar el pasado o pararte a vivir el presente por riesgo a frenar la rueda vertiginosa por la que te partes la espalda y que mueves hacia un futuro que ni te pertenece, donde dejarte el aliento hasta quedar exhausto en una gran maquinaria en la que solo eres un engranaje que, si se rompe, será sustituido, donde la muerte está banalizada y la vida son los privilegios impuestos de las horas extra, donde hemos adoptado tal velocidad de respuesta en las relaciones humano-mecánicas que ya se avecinaba esta añoranza y ansiedad desde los 20 años, pues oye:

Lo raro es que nos acordemos de nuestros muertos.

Por eso tenía que cambiar.

Tenía que ser consecuente con mi entorno, tenía que entender que ese cambio debe llegar y tendríamos que pelearlo, y al mismo tiempo, tenía que vivir en paz conmigo mismo.

Eso era lo difícil.

Aprender a vivir con la conciencia tranquila de toda existencia, de que la validez es impuesta y adquirida solo por los ojos de aquellos que alaban aquella patraña de la meritocracia; curiosamente, aquellos que desde el último peldaño dormían en la comodidad y engullían papillas de ventajas; estaban ya predestinados a obtener méritos con los que llenarse la boca en el futuro.

La vida es esfuerzo. Tenía que decirlo.

Nunca vas a tener nada que decir. Todo cuanto sale de nuestra boca es cuanto queremos decir. Y tú eres un cretino.

No podemos obviar el hecho de que todo cuanto queramos decir es, y muy probablemente será, irrelevante en el ciclo que acompañe a la historia.

No por ello no debemos considerar que todas nuestras acciones pasen desapercibidas, pues siempre existirá, sea por la mera casualidad o consecuencia directa o indirecta, la ínfima posibilidad de la trascendencia. Curioso el necio que lo apuesta todo al caballo perdedor. Se creerá romántico para sus adentros, aunque para mí será un pobre diablo que cada mañana asfixia su presente con la cuerda del futuro. Pero un romántico. Y esos son los que me caen bien. Hipócrita de mí, tenía que decirlo.

A veces, el juego de la escalera me afectaba. ¿Acaso estaba en él? ¿Era mi forma de lidiar con su presencia fantasmal pero inamovible? ¿Subía mi subconsciente escalones al declararle la guerra? No, no podía ser porque yo renegaba de ella, lo hacía por mí. ¿O me situaba esto en lo alto de mi escalera?

Por eso odiaba esta perspectiva. Se contagia, se aferra, anida en el lugar más profundo y oculto de nuestra esencia y del cascarón salen pensamientos intrusivos que se arraigan cada día más.

Eso sí, de aquí no me mueve nadie. Me muevo yo.

Y algún día caeré, y espero romper cada uno de los peldaños de esta escalera y llevármelo todo por delante.

Yo me entiendo. ¿Me entendéis?

Foto de Nabil Amhaz

Life ain’t always empty

Fontaines D.C.

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