Los prólogos son manías; manías de siempre y aparentes manías de nadie las del inicio lleno de expectativas.
Las expectativas son escalofríos que caen de los párrafos por el peso de sus propias palabras.
Cambiamos la palabra por instinto, instintos premeditados, la premeditación que seca el tiempo solidificado en tinta abandonada en el cuaderno por premeditar el instinto premeditado instintivamente y así, y así, y así, hasta apuñalar la naturalidad.
Naturalidad presa de imperativos y subjuntivos, grilletes de papel que llenan de tajos las muñecas, rascacielos de paja y burocracia de cristal, de cristal los escaparates con el mismo ego de un espejo, espejos opacos que maquillan nuestra cruz.
Qué cruz, las cruces romantizadas y los románticos crucificados.
Qué horrible.
La vida era más y más y más.
Contar, cantar, llorar, vivir acaso, decía Juan Ramón.
Imaginar esa vida es suspiro, el suspiro es inquietud y la inquietud, la emoción más humana de los humanos en la humanidad, es defecto.
Defecto era la añoranza por la esquiva felicidad.
Resultó imperativo entender que la felicidad más sincera entra con cuentagotas y, si no es así, entra con pastillas.
Y si no era ninguna, era motivo de castigo, y el castigo era la autocomplacencia y pedir perdón por sentirla; era buscar la redención.
La redención por remordimientos ya olvidados.
Remordimientos olvidados que son la amenaza de perderlo todo por no poder ya cambiar su rumbo.
Y llega la disyuntiva.
Disyuntiva porque las amenazas de cruces sin retorno no tienen sentido; son una provocación que habla de tiempo perdido.
El tiempo no se pierde ni se invierte; se sucede. El respiro, el parpadeo, la forma, la imagen, el color, la palabra, el calambre, la reacción y todo el circuito que nos lleva a un único pensamiento no es más que una diminuta gota del caudal de un río de sucesos e ideas del que no tenemos control.
Las ideas estallan y desaparecen, algunas supernovas dejan huella; otras tantas ocurren sin ruido ni constancia, las que existieron sin transcender, las que no existieron ni existirán al llegar al colofón.
Los colofones son despedidas engreídas que subrayan la intención de la emoción de la idea y rematan con certeza el epílogo.
Los epílogos están sobrevalorados.
Y sobrevalorados son los principios.